El intento de inocular ideas de fraternidad en la sociedad es una reminiscencia del cristianismo, todavía residual en las prerrogativas de moralistas, demócratas, filósofos, intelectuales, revolucionarios y reformadores de todo tipo. El precepto bíblico «amaos los unos a los otros» convoca a los seres humanos al ejercicio del amor en una sociedad de odio bélico, plusvalía capitalista, propiedad privada y autoridad policial, sin reconocer que la fraternidad no sólo es una contradicción con las condiciones de vida existentes, sino también una negación de la confrontación necesaria entre explotadores y explotados para la emergencia de una nueva sociedad.
Predicar el amor entre los seres humanos —o, expresado en términos más familiares con los tiempos democráticos que vivimos, defender la paz social dentro de la sociedad de clases— es ineficaz para realizar un cambio real que termine con las injusticias sociales. Las causas de la injusticia responden a razones económico-materialistas insumisas a la influencia de los mejores sentimientos humanos. Defender y promover la fraternidad en una sociedad basada en la explotación equivale a convertirse en cómplice de los explotadores. El mundo en que vivimos viola constantemente toda posibilidad de desarrollar sentimientos pacíficos, amorosos y fraternales.
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